El óxido se posó en mi lengua como
el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no
tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté otro valor que la
imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país
del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos
depositándose en el descanso;
escuché la huida de los insectos y
la retracción de la sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de
existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del
silencio.
No creo en las invocaciones pero las
invocaciones creen en mí:
han venido otra vez como líquenes
inevitables.
La fermentación del verano se
introduce en mi corazón y mis manos se deslizan cansadas en la lentitud.
Vienen rostros sin proyectar sombra
ni hacer crujir la sencillez del aire;
sin osamenta ni tránsito, como si
consistieran únicamente en el contenido de mis ojos, en la unidad de mis
palabras, en el espesor de mis oídos.
Son obedientes y yo siento su
reunión como una salud que se refugia en la oscuridad.
Es una amistad dentro de mí mismo;
es un estambre urdido por manos que
son suaves en el interior de los días.
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